Realize




Ayer miré a mi alrededor. Me detuve en uno de los fríos pasillos de Copesa para comprobarlo:

Sí, hay cosas qu echaré de menos. Ya se sabrá qué...


Take time to realize!

Hombre de 25 años, cotizado soltero

Por Tod Warner (Seudónimo)


Me gusta vivir la vida así, solo: viajo cuando quiero, me gasto la plata de mi sueldo, porque vivo con mis papás… total, tengo recién 25 años. Tengo una buena pega de psicólogo recién egresado, incluso estoy postulando a otra, donde tengo mil posibilidades de quedar. Sí, estoy recién egresado, tengo trabajo y soy exitoso con las minas. Perdón, con las mujeres.

Mi viaje a Temuco resultó de yapa, porque la verdad es que tengo un matrimonio en Valdivia. Pero visitar a mis amigas nunca está demás.


Lo primero que hice al bajar del bus y subir al auto con mi hermano que me estaba esperando, fue ir al departamento a cambiarme de ropa y salir a bailar. Quedé de acuerdo con mucha gente vía Internet para encontrarnos en esa discoteque. La primera persona que apareció fue mi mejor amiga, que llegó corriendo, me abrazó y me llenó de besos. La verdad es que creo que ha sido la única mujer a la que nunca he visto como algo más que “amiga”, porque tengo muy claro que quiero ser un vividor. ¿Para qué tener una mujer si puedes tener varias? Sí, hay mucha gente que dice que soy un “chacra”, que nada me importa y que, en realidad, tomo para broma todas mis relaciones.


Es que las mujeres no entienden. No porque yo la quiera, tengo que estar sólo con ella. Sé que cuando me case ya no tendré posibilidad de ser infiel, así que hay que aprovechar ahora. Y claro, no soy el único, pero por lo menos tengo la valentía o la hombría de no esconderlo. Me enorgullezco de que al menos las mujeres que se meten conmigo, saben que no tendrán exclusividad.


Esta fórmula de sinceridad me ha resultado bastante bien. Es real, es franca y no deja espacio para réplicas. Pero siempre hay alguna que se enamora. Y pucha, cuando las minas se enamoran, soy partidario de tenerles mucho miedo y respeto, porque no se sabe de qué pueden ser capaces.


Debo reconocer mi error: involucrarme sentimentalmente con mi mejor amiga de ese entonces, mi compañera durante todos esos años de universidad, la que me ayudó a estudiar tantas veces, la que siempre estuvo al lado mío cuando la necesité. Mi hermana, mi partner y mi mejor consejera: Marcela.


Me sentí muy mal cuando pasó, porque no era la idea. Fue lo típico que sucede: “es mi mejor amiga, con las amigas no se pololea y con ella obviamente nunca va a pasar nada, si es como mi hermana, mi prima no sé”.


Pero claro, cuando gente de nuestro círculo más cercano lo supo, fue lo que uno suele pensar: que siempre se gustaron, pero nunca lo asumieron. Yo tengo muy claro que Marcela no me gustaba en ese momento. O más bien, que sólo me gustó en ese momento. Por mí, el cuento hubiera terminado ahí.


Por ella, está claro que no. Se involucró mucho conmigo y en la medida que a mí no me molestara, estaba bien. De pronto, me di cuenta que ello estaba yendo demasiado lejos, así que decidí cortarlo. Y hombre, cuando uno quiere cortar algo simplemente lo hace. Además, nunca sentí nada serio por ella.


Fue aquí cuando empezaron mis problemas.


“Te amo”. Esa fue su frase de batalla desde entonces. Yo le dije que en verdad yo no la amaba y prefería dejar las cosas hasta acá, pero las mujeres tiene mucha determinación. Y a una mujer enamorada no se le puede decir que no.


Resulta que esto ocurrió hace más de un año atrás y aún hoy, en mi vivista a esta ciudad, ella sigue esperando lo imposible: que yo me tome en serio nuestra supuesta “relación”. Pero, ¿por qué ocurre esto? Yo nunca le prometí nada y aún así, continúa con las escenas de celos, reclamando que no soy sincero y exigiendo tiempo para ella y no para el resto de mis amigas.


Pobre de mí que salga con alguna: “No dejas tiempo para mí, cualquiera te importa más que yo, no me digas que me quieres si no es verdad…”. Pero si yo nunca le he mentido. Yo sí la quiero, pero entre querer y amar a un largo trecho de diferencia. Y claramente dejo tiempo para ella, tengo tiempo para todas mis amigas. Yo nunca le prometí que seríamos algo más, así que estoy libre de culpa.


Más tarde, cuando por fin llegué a su casa, estábamos muy bien, conversando de la vida y comentando sobre nuestros nuevos trabajos. Pero no falla, las mujeres nunca fallan y siempre saben crear la situación perfecta para una pregunta de repuesta tan obvia como: “¿Te metiste con otra mientras estabas conmigo?”.


Siempre me he preguntado eso. ¿Por qué siempre las mujeres hacen preguntas cuyas respuestas dañarán sus sentimientos? Y ellas lo saben, lo que pasa es que son masoquistas. Y estoy convencido de que ellas creen que una estupenda forma de convencernos, es poniéndose a llorar al escuchar la respuesta.


En fin, decidí responder con la verdad. Sí, obvio que estuve con otras mujeres mientras estaba con ella. No era una relación formal, no era un pololeo ni nada por el estilo. Y pensar que durante un año entero no estuve con ninguna otra chica… no sé, yo no lo pensaría de ningún hombre.


Y como era de prever, no le gustó nada la respuesta. Obviamente, se puso a llorar. Obviamente, me recriminó que no me importa nada de lo que le pase. Y obviamente, me dijo que no quería verme nunca más.

Para qué hace eso, si sabe que me va a llamar una hora después porque me quiere abrazar, ser feliz conmigo, estar juntos para toda la vida y bla bla bla… un montón de cosas que las mujeres exigen. No las entiendo y nunca las entenderé.


Por eso mismo, prefiero no calentarme el cerebro y dejar que las cosas fluyan. Si me da muchos problemas, me las arreglo para sacarla de mis planes y me alejo, para que se olvide de mí. Me evito problemas y una relación indeseada. Me quedan todavía 5 años para los 30 y está claro que estoy en mi mejor momento. ¡Hay que aprovechar!

¡Quererlas, no entenderlas!

Mientras ese tipo invita a otro a sacar a bailar a alguna mina, mientras un hombre logra invitar a otra a tomarse un trago, mientras otro “gana” con alguna pobre mujer desvalida (consecuencia del alcohol ingerido durante la jornada), un mundo paralelo se desarrolla a no más de unos metros de la barra. Un mundo que se esconde tras una puerta que dice “mujeres”, ese mundo que todos quieren conocer, que todos quieren entender, que está atestado de mujeres copuchentas, aproblemadas, ebrias o vanidosas: el baño. Parece ser un completo enigma para los hombres y una de las preguntas más recurrentes entre los ellos: ¿Por qué las mujeres no van solas al baño?

Para esta interrogante hay muchas posibles respuestas, algunas muy racionales e incluso recomendables y otras que son típicas de nuestro género u que seguramente, no vas a entender.

La primera: es demasiado obvio que no vamos solas al baño. ¿Qué pasa si hay algún tipo que se quiso pasar de listo y espera a alguna señorita para hacer de las suyas? Ir sola al baño es peligroso, eso todas lo sabemos, porque la mamá se encargó de hacernos entender ese detalle la primera vez que salimos a la disco: ¡Y no vayas a ir sola al baño! Y en verdad, le encuentro toda la razón, porque no me extrañaría nada encontrarme con algún pastelazo en el baño, listo para dar el salto.

La segunda: cuando uno va a la disco, siempre está dispuesta a que algo interesante pueda pasar. La otra vez con el Seba, por ejemplo. Me llamó para preguntarme si quería ir al Faro. Obvio que después de que él me dijo que iba para allá con sus amigos, le tuve que responder que sí. Al tiro llamé a la Caro y le dije que saliéramos a bailar, la única que siempre me apaña. La pasé a buscar y por mientras que nos echábamos una manito de gato en el auto, le dije que este tipo iba y le conté, para que me apoyara moralmente.

Cuando llegamos, él estaba afuera así que lo fuimos a saludar. Pero así corto nada más, hay que actuar un poco y hacerse la interesante, siempre.

Cuando empezó la música buena, me sacó a bailar. Después de algunas canciones, estábamos bailando de lo más apretados, así que me detuve un segundo y le dije que fuéramos a tomar algo, esbozando una coqueta sonrisa. Mientras esperamos que alguien en la barra nos atienda, le digo que me pida una “blanca” mientras yo voy al baño.

En el camino, paso al lado de la Caro y me la llevo de un brazo al baño. Una vez ahí,

sacamos nuestros maquillajes para retocar un poco y le cuento todo lo que está pasando.

- ¡Weona, se viene! Te juro que con el Seba hay demasiada onda, hoy día sí

que me lo agarro.

- ¿En serio? Pero igual yo encuentro que este tipo es muy chanta pa’ ti, no sé.

- ¡Ay, me da lo mismo en verdad! Total, tampoco quiero pololiar con él, nunca pa tanto.

- Ya, entonces dale nomás, pero me tienes que contar todo después.

- ¡Obvio que sí!

Este tipo de cosas hay que contarlas con la euforia del momento, el baño es el único lugar donde se puede hablar… y si esas paredes contaran los secretos que guardan, ¡uf!

La tercera: toda la pre-producción que uno hace antes de salir a carretear, hay que mantenerla durante la noche. Supongo que también se preguntarán por qué andamos con la cartera colgando toda la noche. Bueno, ambas cosas van de la mano, porque resulta que el maquillaje, perfume, desodorante y otros productos que usamos no tienen efectos eternos y hay que aplicarlos más de una vez en la noche. Así que tenemos que ir al baño a arreglarnos, con alguien que nos diga si nos quedó muy marcada la línea de la base, si se nos ve un ojo más chico que el otro o si se nota mucho la espinilla que me acabo de cubrir de polvo o por último, a comentar si esa polera o pantalón me hace ver pálida, gorda, me marca el rollo, me agranda las pechugas, etc, etc, etc.

La cuarta: ¡por favor!, lo que pasa es que nunca han entrado a esos baños, porque además los hombres no necesitan puertas para ir a hacer sus necesidades. ¡Jamás, pero créanme que jamás están en buen estado las portezuelas de la taza del baño! Así que siempre necesitamos a una amiga de confianza que nos afirme la puerta, defendiéndonos de las miradas indiscretas de minas desconocidas, atentas a cualquier oportunidad de pelambre. Así que por precaución, obvio que hay que ir acompañada.

Así que ahí están. ¿Te parece una sorpresa o piensas que estamos locas respecto a algunas de nuestras necesidades? O simplemente pensaste “¡minas…!”. Bueno resulta que esas son las famosas razones de nuestra ida en grupo a los baños, sobre todo en carretes. Y en realidad, creo que lo mejor es que entiendas que a las mujeres no hay que entenderlas, hay que quererlas.

Mi primer escenario: la calle



¿El sentido de este reportaje? Rescatar sentimientos de alguien que vive una realidad completamente diferente a la mía. ¿Las herramientas que utilizaré para demostrarlo? Mis escasos talentos musicales. ¿Mi Objetivo? Retratar mi vida como música callejera por un día.

Por Paulina Alvarado

Mmm… a ver, qué será lo mejor. Sí, este pantalón jamás me lo pondría en otras circunstancias. Y este chaleco sí…sólo que con el pañuelo tomará un matiz distinto. Las zapatillas rayadas y rotas pasan inadvertidas, ni se ven bajo el ancho de mis jeans. Un gorrito negro, ese que me regaló Serón cuando fui a Chiloé, para ocultar mi pelo rubio, que con los ojos azules, no me ayuda precisamente a caracterizar a una hippie que va cantando por las calles para ganar un par de monedas.

Me cuelgo el morral, el banano, guardo el capo de la guitarra, me cargo ésta al hombro y parto. Parto a poner a prueba mis escasos conocimientos en guitarra, y los nulos que tengo en canto, al escenario más hostil de todos: la calle.

La verdad, es que sé que estaría menos nerviosa si supiera tocar guitarra como los dioses y cantara de una forma aceptable. Pero, como supongo que será muy poca gente la que se detenga a oír, no importa.

Voy caminando por Bulnes, desde la galería Ñielol, buscando un espacio que esté libre de vendedores ambulantes u otros artistas callejeros, para evitar rencillas territoriales, que supongo, deben existir.

Camino y camino, y a pesar de los pudores que me hacen creer que todos me miran, nadie se fija en mí. Al menos eso es un buen augurio, quiere decir que mi apariencia no es estrafalaria ni nada, sino de lo más normal.

Al fin, me acerco a la salida de la galería Massman, por calle Bulnes. En una de las esquinas de la salida hay un hombre pintado de negro, que espera que le echen una moneda para moverse. La producción del sujeto para desempeñar su papel de estatua humana es notable, pero me alejo de él, para que no crea que me cuelgo de su público, que no es poco.

Así que elijo la otra esquina de la misma salida, a unos 4 metros de distancia de él. Además, me preocupo de colocarme justo en el pilar, de manera que no me reclamen que estoy tapando las vitrinas.

Una vez sentada, con mi gorrito tirado al frente mío esperando alguna generosa colaboración, tomo la guitarra. Antes de empezar, tomo aire. Me consumen los nervios. Admiro a esos artistas que tienen estómago para pasar tardes enteras desempeñando su labor. Me recrimino por no ponerles atención y por ser tan tacaña y jamás soltar una moneda a esta noble gente, que sin hacer daño a nadie, espera una recompensa por parte del público.

Cuando caigo en cuenta de que, efectivamente nadie se fija en mí, me atrevo a lanzar los primeros acordes de una canción de James Blunt, Tears and Rain. Sí, lo sé: es de locos pensar que cante canciones en inglés en la calle para ganar dinero y la gente me crea, pero al pasar el tiempo, nadie pareció encontrarlo extraño.

Alcancé a tocar una estrofa del tema y se acercó a mí una vendedora ambulante, que cada vez que paso por ahí, desde que tengo memoria, está vendiendo comics y libros pirateados. Se acercó con su falda larga, pelo blanco hasta la cintura y un sombrero. Se agachó, poniéndose en cuclillas al frente mío. Con sus ojos azules llenos de experiencia y una sonrisa desde lo más profundo de su ser, me preguntó de dónde era y qué estaba haciendo ahí.

Le comenté que era de Temuco y en mi afán por probar cosas que nunca había hecho antes, me lancé a la calle para ganar algunas monedas. Ella se rió con alegría, me deseó suerte. Con un aire muy maternal, lo último que me dijo fue que yo le recordaba a ella, que siempre se arriesgó buscando cosas nuevas.


“Suerte mijita, que te vaya muy bien. Me tinca que te lo mereces”.

Cuando se fue, tomé aire otra vez. Canté la canción entera, mirando a mi alrededor para observar qué pasaba con la gente que por ahí transitaba. Incluso pensé “¡debería cantar más fuerte!”, porque pasaban personas por el lado de mi gorrito casi pateándolo, como si nadie me viera ni me escuchara. Como si nadie notara mi presencia siquiera. ¿Dónde quedó el respeto?

Bueno. Terminé. ¿Ahora qué? Bueno… tocar otra, ¿qué más?

Other side of the World, KT Tunstall. Fue la primera canción que me aprendí, así que me la sé al revés y al derecho: me dio más seguridad. Me sentí mejor cantando esa.

Sentía que estaba en medio de una multitud, de pie. Todos alrededor mío dándome la espalda, porque con suerte un par de personas fijaban su vista en mí.

A la tercera canción, ya cuando no tenía que poner tanta atención a lo que tocaba (ya me acostumbraba al rasgueo, porque sólo sé hacer uno) logré fijarme en la gente que me rodeaba.

Descubrí a una mujer de mediana edad con su hijita, que me miraban desde uno de los puestos de los ambulantes ubicados justo frente a mí. Estuvieron ahí mucho rato, hasta que se aburrieron y siguieron caminando nada más. Pero lo que se supone yo quería y necesitaba era dinero.

Ocurrió lo mismo con varias parejas. Los niños eran los que más me miraban, tirando más tarde las chaquetas de sus mamás para rogarles que les dieran una moneda. El sueño de todo niño es dejar él mismo la moneda a ese artista que hace algo que ellos ven tan lejano a sus posibilidades.

Hasta que dos mujeres me observan y escuchan al pasar a mi lado. Se detienen un par de metros más allá. Una de ellas mete la mano a su bolsillo. Saca la ansiada recompensa. Se acerca y la deja en mi gorro. Le agradezco con una inclinación de cabeza, porque estaba cantando y no podía detenerme. Cuando termino el tema, me inclino a ver de cuánto es la propina. 500 pesos. Creo que jamás he dado 500 pesos de propina, ni siquiera en un restaurante.

Busco en mi bolsillo el capo. Me preparo para interpretar una de mis canciones favoritas, Goodbye my Lover, de James Blunt. Pasa una pareja por al frente mío. Ella le comenta a quien seguramente es su marido “mira, pobrecita”. Sí señora, gracias por su compasión, pero no me sirve de nada que usted sienta lástima por mí, si no es capaz de soltar 100 pesitos. Para mis adentros, pensaba: “menos mal que no necesito verdaderamente el dinero, porque en realidad, moriría de hambre. Aunque también hay que admitirlo, no canto como un ángel. Por eso estudio periodismo.”

Al correr de los minutos, comienzo a sentir dolor en las yemas de mis dedos, que sumado al frío que calaba mis manos, hizo el tiempo más insoportable. Y bueno, mi trasero también empieza a helarse y a doler: olvidé llevar un diario para usar de asiento. La falta de experiencia me pasa la cuenta. Es entonces cuando empiezo a pensar que sería muy malo estar ahí presionada a ganar algo de dinero por necesidad.

Es entonces cuando veo venir a la policía y me pregunto si será legal estar ahí haciendo show en la vereda. Pero simplemente pasan. Uno de ellos me mira con simpatía, incluso.

Mientras continuaba con mi original puesta en escena, salió la encargada del local Hush Pippies que está al lado de la entrada donde yo cantaba. Estuvo escuchándome unos minutos. Luego entró, seguramente pensando que no canto muy bien.

Lo mismo ocurrió con dos hombres que pasaron. Me miraron y cuando siguieron de largo, como todos, comentaron: “¡uy! Qué desafinada”. Claro, inoportunamente pasaron cuando llegué a la nota más alta de la canción y obviamente no fui capaz de llegar a esa peculiar nota. Por primera vez sentí el poder de la crítica del simple individuo auditor.

Estoy llegando al fin de mi repertorio bilingüe y decido cantar un último tema en español: el Muelle de San Blas. En seguida, fue obvio que mucha gente conocía esa canción. Conseguí más atención, más miradas, tanto de gente joven como de personas más adultas.

Varios, al pasar y escucharme cantar, bajan la velocidad de su pernoctar por el centro. Pero nadie me tira ni 10 pesos. Lo más cercano al apoyo que pude captar, fue el de mi vecino de la calle: el vendedor de gafas y sombreros. Desde que me senté comenzó a mirarme y llevaba el ritmo de mis canciones con un papel que tenía en la mano. Incluso llegó a tararear un par de temas. Nunca supo lo agradecida que estuve de ese gesto, de que no me pusiera ninguna mala cara.

Al fin, cuando ya no me quedó balada por cantar, llega la hora de irme. Mis piernas adormecidas de estar tanto rato en la misma posición demoran unos minutos en responder. Cuando por fin logro ponerme de pie, tomo mi gorrito, guardo la moneda de 500 y el capo en mi bolsillo. Me echo la guitarra al hombro y comienzo a caminar. Misión cumplida, pero si esos 500 pesos fueran mi capital destinado a sobrevivir, ¡no me alcanzaría ni para comprar un kilo de pan!

El Patito feo

El día que volvimos de la gira, me fueron a dejar al tren mis compañeros. Lo último que vi de ellos, fue su imagen agitando la bandera chilena en el Andén, lo que me entristeció tremendamente. Pero bueno, la gira había llegado a su fin y no había vuelta atrás. Lo único que quedaba en mi mente y la de is compañeros, fueron los momentos increíbles que vivimos juntos. Los carretes, las visitas a cuidades y museos, los tremendos viajes en bus... todo.

Me quedé dormida, estaba muy cansada. Cuando desperté, el tren se estaba deteniendo en una estación en un pequeño pueblo llamado Cloppenburg. Asustada, tomé mis cosas bajé. Cuando ya estaba abajo, me di cuenta de que había olvidado un bolso arriba. Mal jugado.

Y eso no era todo. Más encima, al pasar el rato, me llamó la atención que el próximo tren no llegaba. Mi fijé bien y claro, yo me equivoqué: me tenía que bajar en Oldenburg, no Cloppenburg. Qué hacer? Tuve que tomar un tren hasta Oldenburg y después otro a Emden, porque no había directo. Al final, llegué muy tarde.

Estaba nevando y hacía mucho frío. Me bajé y en la oscuridad del andén, me di cuenta de que, obviamente, mi familia alemana no me había ido a buscar al tren. En fin. Tomé mis maletas y comencé a caminar. Mi tristeza iba creciendo, creo que nunca me había sentido tan sola.


Llegué a la casa y se sorprendieron: habían olvidado que yo llegaba ese día. Así que dejé mis cosas y me fui a preparar algo para comer. Me fui a acostar, después de hablar con mi familia en Chile.

Al día siguiente, después de ir al colegio y todo, llamé a Chile y le dije a mi mamá que quería volver. Ya estaba aburrida, no quería estar más sola, sin nadie. Lloraba a través del teléfono y le pedía a mi mamá que pagara los 100 dólares de multa que implicaban el cambio del pasaje.

Pero había algo que no había recordado: mi mamá mencionó que los pasajes a Inglaterra estaban comprados. No podía irme y perderme ese viaje. Así que, gracias a los pasajes y a los ánimos de mis papás, me quedé.

Pero esa semana empezaron a mejorar las cosas. El viernes en la noche, llamó un amigo a mi casa, para invitarme a salir. Acepté, aunque en ese momento, no era precisamente mi amigo, sino un perfecto desconocido. Pero, ¿qué importaba? Él quería salir conmigo, con él, podía conocer más gente. No se habló más, fui con él.

Esa noche lo pasé muy bien. Estuvimos en la casa de unos amigos de él y depsués fuimos a la discoteque. Llegué a mi casa muy tarde. Ellos quisieron hablar conmigo, no me pusieron aparte, les interesó que yo fuera de Chile.

Esa noche, me di cuenta de algo que jamás había pensado. Que podía agradarle a la gente. Que en realidad, alguien se había fijado en mí y me había invitado de nuevo. Que era interesante. Y ese pensamiento me hizo sentir mejor. Asé que tomé una desición.

Cambié mi pensamiento. Me di cuenta de que sola valgo lo mismo que acompañada, aunque sea de las personas que más quiero. Que no era necesario nada, yo me basto.

Empecé a disfrutar mi soledad y el hecho de vivirla en otro país. Empecé a salir, a conocer gente. Me presentaba a todo el mundo, a todos les daba mi teléfono y no faltó el que me llamó. Y así, se empezó a pasar el tiempo volando. Me fui a Inglaterra y lo pasé increíble.

Al volver, ya me quedaba poco tiempo en el viejo continente, lo que aproveché al máximo. Al llegar el día de la despedida, todos estaban tristes porque me venía, mis amigos alemanes, un amigo de Brasil y una amiga de México.

Y a mí, me parecía tan increíble poder causar ese efecto en la gente. Porque antes, yo era completamente distinta. Era antipática, no aceptaba invitaciones. Era la más cuadrada y desagradable. Lo he dicho muchas veces: creo que hasta yo me caía mal.

Esa experiencia sirvió para cambiar mi vida y convertirme hoy en lo que quiero ser: una persona más alegre, que no se hace problemas por cosas chicas que no tienen importancia. Vivir la vida a concho, porque es una sola. Ser cariñosa con los que me quieren, con los que me conocen y con los que no conozco tanto.

Hoy soy una persona distinta. Confío más en mí misma, me tengo fe. Sé que soy capaz de convertirme en una gran persona, sé que he podido hacer que la gente a mi alrededor me quiera e incluso, que halla gente que se la juegue por mí. Hay gente que me ama por lo que soy ahora.

La Pau que conocen hoy es distinta a la Pau de antes, pero es mejor. Y me gusta ser así.

Les estoy muy agradecida a mis papás, por esa oportunidad que me dieron. Creo que ellos no se arrepienten de haber ido a dejar a una Paulina al aeropuerto y haber ido a buscar una distinta cuando llegó a Chile. Y yo tampoco.




Fin

Schüler Austausch - Intercambio Estudiantil II

Al día siguiente, la prueba a la que tanto temía llegó: primer día de clases.
Llegué y Antje, mi hermana alemana, me presentó a sus amigos, me llevó a todas las clases y conocí a los profesores. Todos mostraban mucho interés porque yo venía de Chile: es un país lejano y tercermundista que les provoca sincera curiosidad.

Como podía trataba de hablar y responder las preguntas que me hacían, puesto que aún se me trababa la lengua. Después del colegio, nos fuimos a la casa. Pregunté por mis llaves y aún no me las tenían. Por lo mismo, no salí, me quedé en casa.

El problema es que esta misma rutina se comenzó a repetir una y otra vez en la primera semana. Ya hacia la segunda, cuando yo veía que la situación con mi familia anfitriona iba de mal en peor me preocupé. No importaba lo que yo hiciera, a nadie parecía interesarle conversar conmigo, sabes si yo estaba bien o mal. Hablaba todos los días con mi mamá; era la única que me escuchaba y parecía estar realmente interesada en los problemas que pudiera tener. Pero a veces era peor, porque me daba cuenta de cuánto necesitaba a mi familia.

Decidí pribar cambiarme de casa, buscar una nueva familia. Sin embargo, mis profesores se encargaron de frustar mis pensamientos, al decirme que la realidad era que no había familias disponibles, por lo que o me acostumbrara o me volvía a Chile.

Comencé a pasarlo tan mal, que un día llamé a mi mamá y le pedí que cambiara mi pasaje para volverme antes. Entonces, el único argumento válido para hacer que me quedara, fue que mis pasajes de ida y vuelta a Inglaterra, para la prinera semana de marzo, ya estaban comprados. ¿El problema? que acababa de pasar Navidad.

Cuando tomé la decisión de quedarme, me di cuenta de que no estaba haciendo bien las cosas. Cambié mi mentalidad y comencé a abrirme todo lo posible a la gente.

Y empecé por exigir las llaves de mi casa.

Una vez con las llaves de la puerta de atrás en mis manos, me lancé a la vida.

Salía todos los días a hacer cualquier cosa. A caminar, a tomarme un café, a mirar a las tiendas.

Cuando entraba a un café, siempre me sentaba junto a la ventana. Me gustaba mirar la lluvia o la nieve, el viento y a la gente que estaba haciendo su vida de costumbre. Pensaba en qué hacía yo ahí, inserta en un sistema que jamás me iba a aceptar como parte de él. Entonces pensé que yo tampoco debía intentar ser parte de él. Simplemente, pasarlo bien el tiempo que estuviera ahí. Era mi oportunidad.

Al final, en el colegio conversaba con todos, repartí mi teléfono y esperé a que alguno de mis intentos tuviera buenos resultados.

Por fin, un día, entró Antje a mi pieza y me dijo que estaba Tammo al teléfono, un amigo de ella. Quería saber si me gustaría salir con él y unos amigos en la noche.

Ni siquiera pensé qué tipo de gente serían, ni qué haríamos, ni dónde iríamos. Para mí era suficiente que fuera amigo de Antje. Y dije que sí.

Salí con ellos. Eran sólo hombres. Y depsués nos fuimos a la disco. Una disco en Alemania. Me encontré con gente del colegio y me reconocieron. Eso para mí tuvo tanto valor. Me sentí muy feliz de que me reconocieran, que me saludaran. Que me invitaran a bailar.

Tammo resultó después siendo más que un amigo, de esos que sólo se hacen en circunstancias como un viaje de tres meses, donde sabes que dentro de dos volverás a tu casa y nunca más verás a toda esa gente.

Mis amigos del colegio me invitaban siempre, comencé a salir más y a mejorar mi alemán. Todo sobre ruedas.

Pero cuando todo empezaba a marchar bien, llegaba un acontecimiento que nos emocionaba a mí y mis compañeros de sobremanera: la gira de estudios.








Continuará...

Schüler Austausch - Intercambio Estudiantil


Gracias a una entrevista al psicólogo Alejandro Orrego, quien me hizo clases de desarrollo personal en mi primer semestre de universidad, saqué a flote reflecciones que hace mucho tiempo no hacía. El reportaje que estoy haciendo es sobre los alumnos que llegan a Chile de intercambio, el choque cultural que se provoca y la manera de afrontarlo. Me he sentido muy identificada, creo que este trabajo es muy personal, porque yo me fui de intercambio a Alemania cuando terminaba tercero medio. Si bien ya a esas alturas tenía 17 años, me consideraba una niñita aún. Al menos, eso sí, ya había empezado mis primeros carretes, porque después de la gira de estudios, ¿quién no? Aún así, siempre fui muy insegura de mí misma. Lo he pensado y por alguna razón, mi personalidad era muy sumisa: jamás me atreví a desacatar ninguna orden y eso provocaba muchas veces la burla de mis compañeros. Los niños no miden el daño que pueden causar este tipo de actitudes, así que no guardo rencor con los que me molestaban por perna =P Por todo lo anterior, llegado el momento de emprende el viaje al viejo continente, no me sentía para nada preparada para insertarme en un ambiente totalmente desconocido. ¿Cómo iba a hacerlo si me había costado 10 años llegar a un carrete con mis propios compañeros de toda la vida en el colegio? La verdad es que la idea de pasar tres meses lejos de mi familia y mis conocidos me aterraba. A pesar de ello, no le tomé el verdadero peso a la situación hasta que estuve efectivamente allá. Me bajé del tres y lo primero que veo es a tres personas que no podían tener una apariencia más europea: delgados, rubios y resplandecientes ojos azules. Me saludaron cordialmente. Ojo, no afectuosamente, sino cordialmente. Yo estaba descolocada. Tomé mi maleta y seguí a mi familia anfitriona hasta el auto. Dos ojos se me hacían muy poco para acaparar todo lo que quería ver. Quería ver dónde estaba, qué pueblo era aquel que sólo había visto en un par de fotos de internet. Llegamos a la casa y me mostraron mi dormitorio, el baño, la cocina y las piezas de Antje y Irmi: mi "hermana" y mi "mamá" respectivamente. El tercero era el novio de mi hermana. Ni siquiera recuerdo ya su nombre... resulta horrible darse cuenta de que estas experiencias van cayendo en el olvido. Después de ver la casa, nos sentamos en la mesa y me sirvieron un té. Conmigo se sentaron Antje y su novio. Un silencio incómodo nos rodeaba, nadie se atrevía a hablar. Quizás yo no entendería... quizás yo no lograra responder. Y así pasó mi primer día en la casa de la familia Fricke. Terminó conmigo en mi camita plegable y una almohada húmeda de lágrimas de silenciosa soledad.


Continuará...